Melania Tartabull: El dolor tiene voz

Trabajadores conversa con Melania Tartabull, destacada exjugadora del equipo cubano de voleibol femenino Trabajadores conversa con Melania Tartabull, destacada exjugadora del equipo cubano de voleibol femenino  

Si usted llegó hasta aquí es demasiado tarde para ale­jarse. Ya está en marcha una historia de cuestionamientos y fastidios, en la que no preocupa la posteridad, sino el aquí y ahora…

Foto: Daniel Martínez

Una tarde en la habitación de su día a día Melania Tartabull se per­cató de que no quería estar ahí. Ne­cesitaba darles vida a sus inquietudes y desesperanzas. Esa noche tuvo un sueño. Precisaba salir de aquel pozo oscuro…

Nos conocimos y se atravesó la mano que guía su espíritu con un clavo de furia, para que el dolor de la decepción la mantuviera consciente los minutos precisos. Se sentó a mi lado y una chispa peligrosa empezó a danzar en el centro de cada pupila. Entonces confesó…

“Muchos deportistas de mi ge­neración están olvidados. Mi caso es uno. He requerido ayuda y nunca la recibí de mi organismo (Inder)’ re­fiere con acidez, quien entre 1973 y 1982 integrara la selección nacional de voleibol.

Su tesis me hace pensar en el hombre de rostro afilado, profundas ojeras y mejillas hundidas, que a la entrada de su edificio dijo: “Mmm, sí, esa señora vive en el apartamento 12, no la recuerdan…”.

“Algunas de las personas a quie­nes pedí apoyo no están vivas –acu­ña ella–. Hay urgencias materiales, pero es bonita la preocupación por uno, incluso de la salud y si un fa­miliar precisa algo. Eso no lo veo, al menos en mí. Han entregado estímu­los. No he recibido ninguno”, aseve­ra hundiéndose un poco más en un sofá de la sala de su casa. Piensa unos segundos tamborileando sobre sus rodillas. Une las manos como un gesto de oración y prosigue.

“Iniciamos el camino de las Mo­renas del Caribe. Merecemos ser atendidas. Cuando era deportista nunca imaginé que siendo una per­sona mayor pasaría por esto –su­braya y desliza sus manos sobre sus hombros como si sintiera frío–. Uno se siente mal, nos entregamos por la patria y la bandera y mira…”, des­taca ladeando la cabeza, en tanto se muerde los labios y cierra con tal fuerza las manos, que los huesos se marcan bajo la piel.

Melania se levanta con las ro­dillas vacilantes, pero recupera la compostura. Vuelve a sentarse. Se pasa delicadamente los dedos por las cejas como desenterrando la calma. Aspira una profunda bocanada de aire y el ánimo brota en su interior como el agua de un géiser.

“Tuve la posibilidad de estar en equipos que ganaron dos medallas de oro en Juegos Centroamericanos y del Caribe y la corona en los Pa­namericanos de México (1975). Ade­más de competir en Copas del Mun­do”, indica ya liberada.

“Luchar por ser mejores cada día, mucha entrega sobre la cancha y apoyo entre nosotras eran cosas que nos identificaban –enfatiza y la vehemencia se refleja en sus ojos–. No era regular, pero aproveché mis oportunidades”, afirma y cambia de postura sobre el sofá mientras casi siento su aliento contenido.

“Estuve en los Juegos Olímpicos de Montreal (1976) –dice levantando la vista–. Terminamos sextas. Parti­cipar fue un privilegio”. De repente tensa el rostro. Echa atrás la cabe­za y se queda quieta unos segundos como si estuviera reviviendo algo.

A color, Melania Tartabull (tercera de derecha a izquierda agachada). Foto: Cortesía de Melania Tartabull

“Dolió mucho no estar en la se­lección ganadora del Campeonato Mundial (1978) –destaca y mueve la boca en silencio sin pronunciar palabra hasta que abunda–: Los en­trenadores determinaron llevar a la preparación a 13 muchachas. Para escoger el conjunto se le entregó una planilla a cada una para que hicie­ran su equipo. Dos no me escogieron y quedé fuera.

“Realmente creo que desde que salimos de Cuba Eugenio George y Antonio Perdomo habían seleccio­nado quienes estarían –afirma con mirada vidriosa y un suspiro de fu­ria–.

No soy autosuficiente. Mercedes Pomares, Mamita Pérez y Ana Ma­ría García dijeron que debía estar. Preferí callar –y dibuja una mueca como si tragara dolor– disfruté el triunfo. Eran mis compañeras”, su­braya y su mano coquetea con una mesita donde descansa una caja de cigarros. La mira como queriendo tomar uno, pero desiste.

“Esa decisión me desanimó. De­cidí salir embarazada. Tuve a mi hija y regresé al equipo nacional. No fue igual. Dolió muchísimo no ir al Mundial”, señala y lanza una mira­da fugaz, que dice basta ya.

“Tengo buena relación con mis compañeras –agrega acariciándose las mejillas como si se las empol­vara–. Nos llamamos por teléfono, algunas nos queremos como herma­nas. Cuando jugábamos a veces dis­cutíamos, pero nos entendíamos, lo primero era el equipo…».

Las palabras son ahogadas por un apagón. Nos miramos perplejos, y desde la calle nos llegan los dolo­rosos pregones y terribles precios de los vendedores ambulantes.

“Sabes –expresa y la añoranza le surca el rostro— debí esforzarme más como voleibolista. Tal vez hu­biera sido regular”.

Melania encoge las piernas y se las abraza. Parece en guardia, como si se protegiera de algo.

“Ahora hay un grupo nuevo aten­diendo la Comisión Nacional de At­letas. Hasta ahora nadie ha venido a verme –manifiesta con la decepción en la voz y el ceño fruncido–. Les pe­diría que se preocupen más por no­sotros y nuestras familias.

“Soy hipertensa, tengo que ir a la Cuevita a comprar la medicina a sobreprecio, cuando no gano lo sufi­ciente. Lo que cobras te lo llevas en nada –comenta como si masticara plomo, en tanto en la calle estallan de nuevo los dolorosos pregones–. Voy a la farmacia del Cerro Pelado y no hay nada de nada. La jubilación es poca –prosigue y se golpea nervio­sa con las palmas de las manos los costados de los muslos–. A los me­dallistas olímpicos y mundiales les pagan distinto. Los que ganamos Centroamericanos y Panamericanos no es igual –y encoge los hombros en un gesto un tanto teatral–. Lo mismo pasa con las asignaciones de carros. Si lo pides ya sabes. Estuve muchos años en la selección nacional y mira. Ni una bicicleta tengo”, acuña hun­diendo el rostro entre sus manos.

“A pesar de todo soy optimista –testifica con titubeante parpadeo–. Las cosas claras son mejor. Lo ne­gativo mata. Soy feliz con mi carre­ra deportiva. Pude lograr más –dice y aletea los brazos nerviosamente–. Estuve junto a grandes compañe­ras. Siempre hablamos de frente, sin hipocresías. ¡Hoy hay varias cosas malas, es muyyy diferente!”, sentencia con un tono y una mueca que estremecen.

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